Diario de un píxel
El blog personal de @pixelillo

Día 12

Jueves, 26 de marzo de 2020. Han pasado doce días desde que fui por última vez a la oficina. 17280 minutos desde que llené una maleta con las cosas indispensables para mi puesto y monté uno provisional en el salón de mi casa. Desde ese día mi actividad social depende de tres o cuatro apps y un par de aparatos.

Durante estas dos semanas son muchas las personas que me han preguntado qué tal estaba. Y francamente me es difícil responder en unas pocas palabras. La reclusión llegó en un momento complicado en cuanto a salud mental se refiere. Tampoco ayudó que unos días antes de que todo esto empezara mi estómago decidiese que era momento de estropearse. ¿Es jodido planatarle cara a la crisis sanitaria más importante de los últimos 80 años? pues imagínate hacerlo con esa carga previa y encima viviendo solo. Pero pese a todo me siento afortunado, y lo digo con la mano en el pecho.

¿Que cómo me siento? en una evolución constante. Los primeros días de la cuarentena fueron extraños, caminando por una fina alambre colgada a medio camino entre el cielo y el infierno. Desde el minuto uno estuve acompañado de un aliado llamado optimismo, que vino acompañado de la señora prudencia. Por desgracia recibí la visita inesperada de mi mayor enemiga, ésta que tiene un nombre precioso pero que me gustaría olvidar. Hablo de Soledad. Pero pese a todo, supe convivir con todos ellos. Tengo la suerte de poder seguir trabajando desde casa y, además de tener un gran equipo a mi alrededor, cuento con la suerte de tener un trabajo que me apasiona. Es posible que sin esta obligación, mi confinamiento hubiese sido mucho peor.

A medida que los días pasaban, mis buenas sensaciones empezaron a dejar hueco a otras que no lo eran tanto. Y confieso que durante unos días, no más de un par, mi preocupación aumentó y me sentí cerca de tener miedo, otro amigo de la infancia de Soledad. Pero como todo en esta vida, esos días pasaron y mi cabeza se estabilizó. Hoy vivo en una rutina que ha acabado con el control temporal. No sé en qué día vivo y admito que me cuesta recordar el tiempo que llevamos viviendo esta situación. Hoy contaba a un amigo que vivo como si estuviese cumpliendo una pena. Cuanto menos piense en el tiempo que me queda entre estas paredes, mejor será para mi salud mental. Vivo por inercia, casi sin pensar en más allá de lo inmediato. Siempre con una perspectiva optimista, sabiendo que la situación actual es temporal y que tarde o temprano volveremos a la libertad. Pero prefiero no pensar en ello.

Si me preguntas qué tal estoy, probablemente te diga que bien, que hay mucha gente que lo está pasando peor. Vivo con muchos lujos a mi alrededor, con buena salud y por suerte ese maldito virus no ha podido con nadie de mi entorno. De ahí que me sienta afortunado y por ello optimista.

Llevo bastante bien el no poder salir. De hecho odio tener que hacerlo durante esta situación. Solo he tenido dos contactos con la calle en estos doce días, ambos para comprar lo básico. Salidas de apenas media hora que son sin duda el peor recuerdo que guardo de esta situación hasta la fecha. Calles vacías, gente caminando por las calles como si no tuviera alma o como si el que tienes frente a ti fuese el propio virus. Salir a la calle es encontrarme con una realidad que duele y que espero desaparezca cuando todo vuelva a la normalidad.

No todo va a ser malo. El confinamiento me ha hecho ser mejor vecino y me ha hecho conocer a más gente que vive a mi alrededor. Noto como si en el vecindario se hubiese generado un nuevo espíritu de colaboración y soledad. También me ha hecho ver que vivo rodeado de buena gente. Cada día a las ocho de la tarde, el silencio habitual del patio grande de mi manzana se rompe con aplausos y gritos de ánimo. A veces va acompañado de algún vecino dj, otro gaitero y hasta de una trikitixa. A mí me generan una sonrisa, y aunque el primer día sentí vergüenza de abrir la ventana y aplaudir, hoy me encanta demostrar mi apoyo a todas esas personas que están dando la cara todos los días en su puesto de trabajo dando lo mejor de si.

El confinamiento me está ayudando también a valorar las cosas. Por ejemplo, hasta ahora no sabía lo importante que era para mí un gesto tan simple y sencillo como es un abrazo. Sin duda será lo primero que haga al recuperar la libertad. Hablando hace un rato con un buen amigo le he contado que me muero de pegarle un abrazo y que seguro se me saltarán las lágrimas. Y me la suda, porque quizás necesite eso, abrazar y llorar, volver a sentirme un hombre corriente que tiene alma en su interior.

He descubierto que quiero a mucha gente más de lo que creía. Gente que sin hacer grandes gestos demuestra un aprecio y un cariño especial, o que sencillamente hacen que mi vida sea más amena, bonita o interesante. Creo que debería tener más palabras bonitas con ellos/as. Sí, definitivamente sí.

No sé cuánto queda hasta que el gran juez nos permita el Tercer Grado. Te engañaría si dijese que no me importa, pero como he dicho prefiero no pensar en ello. Debo pensar en todas esas personas que están sufriendo lo peor de esta pandemia. De aquellas personas que han perdido a un ser cercano y ni siquiera se han despedido de él. El bien común me obliga a quedarme en casa y eso haré hasta que sea necesario. Mientras el bicho siga en la calle yo seguiré peleando en mi casa acompañado del optimismo, de la prudencia y por desgracia de Soledad, aunque he de reconocer que tengo confinada a esa okupa en una habitación oscura de mi cabeza. Espero saber encerrarla hasta dentro de un buen tiempo.

Esto me ha sentado bien, quizás debería hacerlo más.